
Corría el año 1939 y la
provincia estaba sumergida en la más grande depresión luego del terremoto que
ese año devastó con Ñuble por completo. Juan Ignacio Vivanco Parada, en ese
entonces de 17 años, vivía en el sector de Buli, aledaño a San Carlos.
Tal como recordó hace algunos años en una
entrevista, su madre decidió radicarse junto a él en Santiago. Arrendaron un
patio trasero detrás de una verdulería en calle Cumming y comenzaron entre los
dos a ofrecer a los parroquianos comidas caseras como cocimiento de chancho y
chicha.
Al cabo de un tiempo se dirigió a sacar el permiso a la municipalidad y le exigieron el nombre de fantasía del local. De inmediato se acordó de un grupo de fieles clientes que eran empleados de Transportes Colectivos del Estado y que cada tarde, se reunían a probar la chicha y a jugar naipes.
Así nacía uno de los restaurantes criollos más destacados del país. “Los Buenos Muchachos” ha logrado instaurar al más alto nivel la gastronomía más típica de nuestra zona. En la década de los setenta, comenzó a ampliar y mejorar el local hasta lo que se conoce hoy, un amplio recinto de media manzana de extensión que recibe tanto a turistas, como a personajes del cine y la televisión.

En la década de los ochenta, José Ignacio Vivanco hijo comenzó a interiorizarse del negocio hasta llegar a la gerencia general. “La gastronomía ha sido una parte importante en LBM que aunque se trata de un restaurante masivo y donde el show y el baile son el principal atractivo, hemos tenido gran preocupación por la comida. De hecho, es el restaurante más premiado de Chile en concursos gastronómicos, especialmente de comida chilena, como el chanchito campero, el garrón de cordero, cebiche de cochayuyo y charquicán, entre otros”, explica José Ignacio.
“La gente busca sabores nuevos y lindas presentaciones, pero siempre vuelve a los sabores de la infancia y donde la contundencia de los platos sigue primando a las modas que van apareciendo. En un día de lluvia lo primero que se viene a la mente son las sopaipillas, el verano no comienza sino hasta el primer pastel de choclo o los porotos granados y ni hablar de un 18 sin empanadas”, advierte.
“Mi padre llegó de muy niño desde Buli vecino a San Carlos y a los 17 años empezó con una picadita en la calle Cumming. Al pasar los años con mucho esfuerzo, gran trabajo y con la convicción de sacar adelante sus sueños, comenzó a crecer con el restaurante, dando de hablar como una excelente picada donde la chicha y el chancho reinaban”, recuerda.
“En los 70 la gente pedía parrilladas y él, siempre atento a lo que el público quería, comenzó a ofrecerlas incorporando un tecladista que amenizaba los almuerzos domingueros y las noches de fines de semana. Ya en los 80 teníamos orquesta y show folclórico donde la gente no sólo venía a comer sino que a pasarlo bien. En resumen la determinación de entregar bienestar a una familia a costo de un gran sacrificio personal, dio como fruto este restaurante que, lejos de ser un imperio es, en esencia, la misma picada de sus comienzos con mucha más gente y mucho más espacio, pero con alma de picada”, finaliza.
Al cabo de un tiempo se dirigió a sacar el permiso a la municipalidad y le exigieron el nombre de fantasía del local. De inmediato se acordó de un grupo de fieles clientes que eran empleados de Transportes Colectivos del Estado y que cada tarde, se reunían a probar la chicha y a jugar naipes.
Así nacía uno de los restaurantes criollos más destacados del país. “Los Buenos Muchachos” ha logrado instaurar al más alto nivel la gastronomía más típica de nuestra zona. En la década de los setenta, comenzó a ampliar y mejorar el local hasta lo que se conoce hoy, un amplio recinto de media manzana de extensión que recibe tanto a turistas, como a personajes del cine y la televisión.
En la década de los ochenta, José Ignacio Vivanco hijo comenzó a interiorizarse del negocio hasta llegar a la gerencia general. “La gastronomía ha sido una parte importante en LBM que aunque se trata de un restaurante masivo y donde el show y el baile son el principal atractivo, hemos tenido gran preocupación por la comida. De hecho, es el restaurante más premiado de Chile en concursos gastronómicos, especialmente de comida chilena, como el chanchito campero, el garrón de cordero, cebiche de cochayuyo y charquicán, entre otros”, explica José Ignacio.
“La gente busca sabores nuevos y lindas presentaciones, pero siempre vuelve a los sabores de la infancia y donde la contundencia de los platos sigue primando a las modas que van apareciendo. En un día de lluvia lo primero que se viene a la mente son las sopaipillas, el verano no comienza sino hasta el primer pastel de choclo o los porotos granados y ni hablar de un 18 sin empanadas”, advierte.
“Mi padre llegó de muy niño desde Buli vecino a San Carlos y a los 17 años empezó con una picadita en la calle Cumming. Al pasar los años con mucho esfuerzo, gran trabajo y con la convicción de sacar adelante sus sueños, comenzó a crecer con el restaurante, dando de hablar como una excelente picada donde la chicha y el chancho reinaban”, recuerda.
“En los 70 la gente pedía parrilladas y él, siempre atento a lo que el público quería, comenzó a ofrecerlas incorporando un tecladista que amenizaba los almuerzos domingueros y las noches de fines de semana. Ya en los 80 teníamos orquesta y show folclórico donde la gente no sólo venía a comer sino que a pasarlo bien. En resumen la determinación de entregar bienestar a una familia a costo de un gran sacrificio personal, dio como fruto este restaurante que, lejos de ser un imperio es, en esencia, la misma picada de sus comienzos con mucha más gente y mucho más espacio, pero con alma de picada”, finaliza.
Doña tina
Otra de las sancarlinas famosas es Agustina Gómez, más conocida como Doña Tina, quien mantiene un restaurante homónimo en el sector de El Arrayán. Ya bordea los 72 años de edad, pero se niega a dejar de trabajar. Y es que toda una vida dedicada a la gastronomía la han hecho merecedora de una reputación difícil de dejar. “Mis más lindos recuerdos los tengo de mi infancia en San Carlos”, cuenta esta mujer que logró, a través de la comida, criar a once hijos. Dejó San Carlos para radicarse en Santiago y trabajar, pero las cosas estaban difíciles. Al tiempo, se casó con José Olivares y la familia comenzó a crecer. Ahí vino la idea de hacer pan amasado para venderlo. “Un día pasó Don Francisco y me compró los veinte panes que estaba vendiendo. Luego me invitó a la tele y los pedidos comenzaron a crecer. Fue como un ángel caído del cielo”, recuerda emocionada.
Luego vinieron las empanadas y la construcción de un local a través de las manos de su marido, quien hoy ya no la acompaña a raíz de un infarto que se lo llevó hace algunos años.
“Cuando salí de San Carlos no tenía nada, no sabía leer y no sabía lo que sería de mí. Ahora tengo mi restaurante criollo, tengo mi propio libro de recetas y hago charlas a mujeres para que vean que las cosas se pueden lograr, tal como lo hice yo. Lo que más feliz me tiene, es que toda mi familia trabaja en esta gran empresa que atiende a más de 500 personas por día”, dice corriendo entre los platos y la cálida atención a los clientes.
Fuente: La Discusión