Vinos Don Goyo de
Ránquil
“En vez de azúcar,
uso miel”. Así de simple describe Carlos Carrasco, propietario de Vinos Don
Goyo, la innovación que implementó este año en la producción de espumantes a
partir de cepas País y Moscatel que cultiva en un pequeño predio de 2,4
hectáreas ubicado en el sector Uvas Blancas, comuna de Ránquil, donde también
está su pequeña bodega.
Pero para llegar a
eso ha debido sortear varios años de aprendizaje, con la mente puesta siempre
en elaborar vinos de calidad, con estándares muy superiores a los del Valle del
Itata: “muchos acá se conforman con vinificar a granel y vender a bajos precios
un producto de calidad media. Yo no vendo garrafas ni bidones de plástico, solo
botellas. He dedicado tiempo, esfuerzo y recursos para lograr un producto
bueno”.
Todo ese esfuerzo,
dice, ha valido la pena, pues vendió el ciento por ciento de su producción del
año pasado y obtuvo dos premios en el reconocido Concurso del Vino de Ránquil,
en su versión 2014: al espumante de Moscatel de Alejandría y al Late Harvest de
la misma cepa.
“El año pasado me
quedé corto. Vendí todo, principalmente en ferias, al detalle y a través de
convenios con empresas, no me interesan los supermercados. Tengo clientes en
Concepción, Chillán, Cauquenes, Cañete y Rancagua. De hecho, la venta directa
ha sido tan positiva, que he restringido mi participación en ferias, solo me
interesa el Concurso del Vino de Ránquil, que se realiza en noviembre, y en
esta versión presentaré el espumante fermentado con miel (que adquiere a
productores locales, de zonas con castaños y nogales), único en su tipo,
elaborado con el sistema tradicional (Champenoise), el creado por los
franceses”, relata.
Según el enólogo
Edgardo Candia, que trabaja con Carrasco, la fermentación con miel “brinda al
producto las características aromáticas de la miel, que dependiendo del tipo de
flores de donde provenga, da complejidad, que combina muy bien con los
precursores aromáticos de la uva Moscatel, los cuales son florales también,
junto con frutas blancas como el melón y los duraznos”.
De la cantina a la
viña
Carrasco exhibe con
orgullo algunas vides que superan los 150 años de edad, a escasos metros del
río Itata. “Yo compré esta parcela hace ocho años con la intención de venir a
vacacionar, jamás pensé dedicarme a esto. Soy de Concepción, donde tenía una
cantina, la Cantina del Chico Carrasco se llamaba, y venía a esta zona a
comprar vino, hasta que un día vi un aviso de venta de un terreno y me gustó
porque estaba cerca del río, y a mí me gusta mucho pescar”, recuerda.
Dice que el interés
surgió cuando supo de la calidad de los vinos que se producían en la zona y
decidió experimentar en 2010, sin mayores conocimientos, y elaboró chicha, que
tuvo muy buena aceptación. Eso le dio el entusiasmo para seguir adelante, y en
2011, cuando su esposa se jubiló, decidieron mudarse al campo.
“En 2011 entré al
Prodesal y no he parado de aprender. Me inscribo en todos los cursos que me
interesan, aprendí a podar, a vinificar, he postulado a concursos. Mi primer
proyecto fue para mejorar la bodega, y cuando vieron que vendía mis vinos, me
pasaron recursos para una despalilladora, al año siguiente fue la envasadora y
la filtradora; y ahora compré estanques de acero inoxidable”, precisó.
Su parcela es su
mundo. En ella, además, tiene árboles frutales donde practica distintos
injertos y sistemas de poda que ha aprendido estos años. Construyó un quincho
donde recibe invitados, familiares y visitas especiales, como enólogos y
periodistas especializados de distintos países. “Este año vinieron enólogos de
Australia, Colombia y Brasil que se llevaron muestras de mis vinos a sus
países”, añade.
Carrasco no es
heredero de ninguna tradición vitivinícola, pero hoy hace de todo: “yo abono y
desinfecto, podo las plantas, muelo la uva, la analizo y hago los trasvasijes,
lo único que no hago, por prescripción médica, es el arado”.
Consultado por el
nombre de su viña, explica que la bautizó en recuerdo de su suegro, Gregorio
Cifuentes Gallardo, quien pertenecía a una familia de viñateros de Portezuelo,
del fundo Trancoyán, que tenía 700 hectáreas en los años setenta.
Hoy sueña con
aumentar su producción manteniendo altos estándares de calidad, con productos
innovadores y con la mente puesta en la exportación.