Al final de nuestro paso por el mundo nadie puede elegir cómo se contará su historia. Es la comunidad quien, con el tiempo, juzgará nuestros actos y recordará quiénes fuimos.
Hace
un año, de manera inesperada, nos dejó Ramón Andrés Saldaña Sepúlveda, padre,
pareja, hermano y servidor público de la comuna de San Carlos. Han pasado 365
días en los que, pese a su ausencia física, su presencia se ha sentido más viva
que nunca.
Múltiples
han sido los homenajes que la comunidad le ha rendido: desde emotivos discursos
hasta el nombramiento del salón del Concejo Municipal con su nombre. Estos
reconocimientos evocan su cercanía, simpatía y profunda vocación de servicio. Y
a mí me recuerdan algo mucho más íntimo: esa persona es mi padre. Más allá de
un funcionario público ejemplar, un padre amoroso, presente y preocupado.
Su
huella de vocación y entrega nos recuerda que el verdadero legado se construye
sembrando generosidad, en un jardín que quizás no alcanzaremos a ver florecer,
y aun así, siempre trasciende hacia el cariño y la memoria.
Tras
la partida de un ser querido surgen muchos miedos. El mayor de ellos es el
temor a olvidarlo o a que sea olvidado. Pero ese miedo no existe cuando pienso
en Ramón Saldaña Sepúlveda. Su legado es imperecedero: vive en cada acto de
servicio hacia los demás, en cada gesto de bondad y en cada sonrisa amable que
busca una solución a los problemas del resto.
El
paso del tiempo nos invita inevitablemente a pensar cómo habrían sido las cosas
si hubieran seguido otro rumbo. Sin embargo, dar demasiadas vueltas al ayer solo
nos lleva a imaginar distintos pasados, sin cambiar el presente ni el futuro.
Hoy nos queda su recuerdo, sus enseñanzas y el cariño que sigue despertando en
la comunidad.
El
dolor de su partida no desaparece, pero se hace más llevadero gracias a quienes
lo conmemoran y nos acompañan, recordándonos lo afortunados que fuimos de
conocerlo, y en mi caso, de haber sido su hija y llevar conmigo todas sus
enseñanzas.
Tamara
Saldaña González.
