Una investigación reciente revela que caminar, bailar o cultivar un huerto podrían marcar la diferencia entre mantener la autonomía o perderla en la adultez mayor. La clave está en cómo los estilos de vida impactan directamente en la fragilidad de las personas mayores.
¿Qué hace que dos
personas de la misma edad vivan la vejez de manera tan distinta? Mientras
algunas mantienen vitalidad y autonomía, otras enfrentan caídas, dependencia y
un rápido deterioro de su calidad de vida. La ciencia está encontrando
respuestas en la fragilidad, un estado de vulnerabilidad asociado a la
desregulación de múltiples sistemas del organismo y que aumenta el riesgo de discapacidad,
hospitalizaciones o mortalidad.
La investigación titulada “Hábitos de vida y su relación con
la fragilidad en personas mayores: estudio multicéntrico internacional” (DOI:
10.47197/retos.v71.116550), publicada en la revista Retos, contó con la
participación de la médico Claudia Troncoso, académica de la Facultad de Medicina
de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC), junto a un equipo
internacional de investigadores.
Entre los hallazgos más claros, la académica destaca que
“los factores más influyentes fueron la alimentación saludable (especialmente
el consumo de frutas y verduras) y la práctica de actividad física, como
protectores, mientras que el sedentarismo y el tabaquismo se consolidaron como
factores de riesgo”.
Pero, ¿qué
significa esto en la vida diaria? Según Claudia Troncoso, el vínculo entre
actividad física, alimentación y fragilidad es determinante: “Los hábitos
cotidianos pueden marcar la diferencia entre mantener la autonomía o
experimentar un deterioro acelerado de la salud y de la calidad de vida.
Caminar, bailar, realizar ejercicios adaptados o incluso jardinería ayuda a
preservar fuerza, equilibrio y movilidad, reduciendo caídas y dependencia”.
El estudio también
arrojó resultados inesperados. Tradicionalmente, el consumo de alcohol o las
horas de sueño se asocian a un mayor riesgo en salud. Sin embargo, explica la
investigadora, “las horas de sueño y el alcohol no tuvieron un impacto
significativo en la presentación de fragilidad, lo que resulta disruptivo frente
a lo que se esperaría. En cambio, el tabaco sí se consolidó como un factor de
riesgo directo para las personas mayores”.
Más allá de la
evidencia científica, los hallazgos ofrecen claves prácticas para el diseño de
políticas públicas y programas comunitarios. La médico Troncoso lo explica así:
“Se pueden reformular programas adaptados a las capacidades e intereses de las
personas mayores, como caminatas guiadas, gimnasia suave, talleres de baile o
yoga. En el ámbito de salud pública, es vital incorporar la prevención de la
fragilidad en iniciativas como Más Adultos Mayores Autovalentes, además de
facilitar el acceso a frutas y verduras mediante subsidios o convenios
locales”.
En la vida diaria,
las recomendaciones también son claras: guías prácticas para realizar
ejercicios en casa, alimentación saludable y fomentar el comer acompañado),
tanto por sus beneficios nutricionales como sociales. En palabras de la
académica de la UCSC: “El comer social tiene un impacto enorme, no solo en la
nutrición, sino en el bienestar psicológico y la sensación de pertenencia”.
Así, la
investigación confirma algo poderoso: la fragilidad no es un destino inevitable
de la vejez. Con hábitos simples y sostenidos, es posible retrasarla o
reducirla, abriendo la puerta a una adultez mayor más activa, autónoma y feliz.
