Parlamentario y ex mayor se juega
el desafuero por 11 homicidios
En una investigación que ha
tomado varios años, el reconocido cronista Cristian Alarcón reconstruyó paso a
paso la trama que culminó con la muerte de 11 miristas en la zona cordillera de
Neltume en 1981. Entre los testimonios que recogió, impactan los de cinco ex
conscriptos que participaron en la Operación Machete y que fueron testigos de
la cacería encabezada por el entonces mayor Rosauro Martínez, quien enfrenta en
estos días la petición de desafuero por tres homicidios en Neltume. Uno de los
oficiales bajo su mando fue Luis Sanhueza Ros, procesado y condenado por varios
crímenes de la dictadura.
Muy poco se sabe del pasado del
reelecto diputado Rosauro Martínez Labbé (RN), quien aparece como figura
protagónica en una de las historias de la dictadura jamás contadas por sus
testigos. El entonces capitán de la Compañía de Comandos Nº 8 del Regimiento
“Llancahue” de Valdivia fue, según una investigación basada en los testimonios
de cinco soldados conscriptos de esa fuerza especial del Ejército, documentos judiciales
y entrevistas con sobrevivientes, quien comandó en los alrededores de Neltume
una masacre publicitada como un gran triunfo militar en 1981: el aniquilamiento
de un destacamento de guerrilleros del MIR que había creado un temerario foco
de resistencia a la dictadura de Augusto Pinochet.
Foto tomada por el entonces
capitán Rosauro Martínez durante la "Operación Machete" en Neltume.
Rosauro Martínez (63 años), quien
acaba de ser reelegido para su sexto período parlamentario, ha negado toda
responsabilidad en los hechos, pero los testimonios recogidos en esta
investigación entregan detalles hasta ahora desconocidos de su rol clave en la
masacre de Neltume. Todo ocurrió en 1981, once años después de que Martínez
ingresara al Ejército, cuyas filas abandonó en 1987 con el grado de mayor. Poco
después, era premiado por Pinochet al designarlo alcalde de Chillán, la ciudad
que hoy representa en el Congreso, cargo que mantuvo hasta 1992, año en que se
realizaron las primeras elecciones municipales luego de recuperada la
democracia.
Memorial en honor a las víctimas
de Neltume
La hoja de vida del mayor (r)
Rosauro Martínez entre 1973 y 1987 es un misterio. Lo que sí se sabe con
certeza es que la mayor parte del tiempo que sirvió en el Ejército lo hizo en
los servicios secretos. Lo que aprendió en su paso por la Escuela de Las
Américas, centro de entrenamiento antisubversivo estadounidense en Panamá, lo
utilizó a cabalidad no sólo en la masacre de Neltume. CIPER escuchó un
testimonio que da cuenta de su rol también protagónico en uno de los grupos más
secretos de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) en los años 80.
Los misterios también han rodeado
la masacre de Neltume. Oficialmente cobró 11 víctimas, pero los testimonios
recogidos en esta investigación dan cuenta de otros muertos, los que habrían
sido campesinos de la zona. A medida que se entrevistan testigos, el número de
cadáveres vistos por los soldados no coincide con las listas oficiales. Es
necesario entonces que la justicia despeje la identidad de esos muertos que
nadie quiso ni pudo denunciar en esa zona cordillerana de extrema pobreza.
LA REFORMA AGRARIA EN EL ORIGEN
El Movimiento Campesino
Revolucionario, brazo rural del MIR, tuvo un rol protagónico en el proceso de
toma de fundos madereros en la zona de Neltume (a unos 900 kilómetros de
Santiago), durante el gobierno de Salvador Allende. Entre diciembre de 1968 y
septiembre de 1973 un grupo de militantes de la Universidad Austral de Valdivia
hizo un trabajo que logró sumar a los campesinos y trabajadores del Complejo
Forestal Panguipulli (con más de 360 mil hectáreas en la zona) al proceso de
expropiación que propició la Reforma Agraria. Entre esos trabajadores uno se
ganó la fama: Comandante Pepe lo llamaron. Su nombre era Gregorio José Liendo
Vera y fue fusilado en octubre del ’73, junto a otros 11 dirigentes de los 22
fundos expropiados a sus dueños por el gobierno de la Unidad Popular, en el
polígono de tiro del Regimiento Llancahue, tras un Consejo de Guerra.
Ocho años más tarde, en ese mismo
regimiento, unas cuatro hectáreas rodeadas de un pantano al que en la zona
llaman Hualve, el entonces oficial de Ejército Rosauro Martinez Labbé entrenó a
los conscriptos que integrarían la base de la Operación Contraguerrilla
Machete, nombre que recibió la expedición en busca del grupo mirista.
La rebelión de Neltume -liderada
por el Comandante Pepe- mereció especial dedicación de los militares y
empresarios madereros y agrícolas que llegaron al poder con Pinochet. No hubo
tregua en esa zona para la represión política. Quienes participaron en la
Reforma Agraria, o fueron asesinados o pasaron por la tortura y la cárcel o
lograron partir al exilio. Algunos de sus líderes más jóvenes lograron escapar
a distintas ciudades de Europa, en Holanda, Suecia y Francia. Allí estaban en
1978 cuando fueron convocados por la dirección del MIR a una reunión en Praga
donde se les notificó que serían protagonistas de la Operación Retorno.
Inspirados en la guerra de
Vietnam, los miristas intentaron levantar un foco guerrillero en Neltume.
Esa decisión de la cúpula del MIR
formaba parte de otras estrategias, diseñadas tanto en la Unión Soviética como
en Cuba y que propiciaban la creación de zonas revolucionarias en América
Latina. En Chile, Miguel Enríquez, el líder del MIR asesinado en 1974, impulsó
un Movimiento de Resistencia Popular que debía sumar a los distintos partidos y
movimientos de izquierda y hasta el progresismo de la Democracia Cristiana. La
idea –explica el doctor en historia Robinson Silva en su libro Resistentes y
clandestinos, la violencia política del MIR en la dictadura profunda
(1978-1972)- era que ese movimiento fuera capaz de “conectar la vanguardia con
las masas”, para “crear así un ejército revolucionario que enfrentara la dictadura”.
Parte medular de la Operación
Retorno era el aterrizaje clandestino de un grupo selecto de militantes del MIR
en Nahuelbuta; mientras otros se instalarían en otras ciudades como Santiago,
Valparaíso y Concepción. A pesar de la convicción que se desprende de los documentos
elaborados por la dirección del MIR para el retorno a Neltume, el destino de la
misión sería muy distinto.
ELEGIDOS PARA UNA CACERÍA
Los soldados que fueron
entrevistados para esta investigación son hoy hombres de 52 años. Nacieron casi
todos en 1961. Ese fue el grupo generacional que el entonces teniente Mario De
Toro Gallardo llegó a seleccionar al gimnasio fiscal de La Unión, en marzo de
1981: hijos de familias campesinas de los alrededores de Paillaco, Río Bueno y
Puerto Nuevo. El año anterior, en esa zona no había habido reclutamiento. Por
eso, la mayoría de los conscriptos tenía 19 años. En el gimnasio de esa ciudad
tranquila de unos 45 mil habitantes y casas de madera, se los hizo desnudar y
correr ante la mirada atenta de los oficiales que fueron seleccionando a los
más fuertes. Uno de ellos, lo llamaremos el conscripto E, recordó en el living
de su casa los ojos verdes e intensos del teniente De Toro:
-Yo tenía en esa época unos
lindos mostachos. El teniente me miró y me dijo: “Tú te vas a ir con nosotros y
allá yo te voy a cortar esos bigotes”.
La promesa sutil del teniente De
Toro fue una suave introducción a lo que a partir de ese momento vivirían los
conscriptos escogidos:
-De entrada conocimos lo que era
estar activo todo el tiempo. Un minuto tranquilo, sin hacer algo, cualquier
cosa, y llegaba el palmazo. Porque pestañeabas en la guardia, porque no hacías
lo que se esperaba, porque demorabas, porque estaba mal puesto el uniforme, por
cualquier cosita venían los castigos –cuenta uno de los ex conscriptos.
Los relatos se repiten con las
mismas palabras y hasta con los mismos tonos e inflexiones. Hablan parecido, lo
hacen en sus casas, en una leñera, en un patio o arriba de un auto. Muchos de
ellos rechazaron tajantes hablar de la historia que no olvidan. Pero algunos
optaron por recordar. Todos piden que sus nombres no se escriban. Eran 130 y
quieren fundirse en ese número, a pesar de que todos los nombres les quedaron
grabados: los de sus instructores, los de los militares que los torturaron, de
los que los condujeron en la montaña y los que mataron a los guerrilleros.
Todos esos nombres van saliendo
de sus bocas. Y entre todos ellos se repiten los de Arturo Sanhueza Ros (más
conocido en la CNI como El Huiro, condenado y procesado por varios asesinatos,
ver detalle de sus condenas), Mario de Toro Gallardo, Iván Fuentes Sotomayor,
Claudio Peppi Oneto (integrante de la DINA desde sus inicios), Sergio Aguilera,
Hilario Nahuelpán Huayquimil, José Miguel Basaúl, Julio Arellano Garamund y
Eduardo Inostroza. Y todos vieron en la montaña la sombra del conductor de la
Operación Machete, que luego dio paso a la Operación Pilmayquén: Rosauro
Martinez Labbé, el capitán.
-La experiencia de nosotros quedó
por años en silencio. Nadie más habló de lo que pasó. Yo traté de buscar
material de los instructores que teníamos en ese tiempo. No hay nada. Traté de
buscar en los documentos al teniente Mario de Toro Gallardo. No sale nada. Al
único que encontré es al actual diputado por Chillán que fue nuestro capitán:
Rosauro Martínez Labbé –cuenta uno de los ex conscriptos.
Rosauro Martínez
Este ex conscripto es hijo de un
sindicalista. Ha sido un guía honesto y cuidadoso para contactar a sus
compañeros de la Compañía de Comandos, amortiguando el recelo que se les ha
pegado a la piel. Los conoce a casi todos. Se han ido intercambiando miradas y
palabras durante estos años en funerales y también en bodas y bautizos. Se han
encontrado en las esquinas de Osorno o Valdivia, en buses y en las iglesias
evangélicas de las que muchos se hicieron fieles después de haber abandonado el
alcohol en el que algunos cayeron cuando dejaron la conscripción. Esta búsqueda
de la memoria de los soldados de Neltume comenzó hace ya tres años, cuando este
cronista comenzó la investigación para un libro, aún en proceso, que intenta
reconstruir los hechos.
ELEGIDOS PARA MORIR
Los guerrilleros del MIR eran
sobre todo jóvenes. Cinco de ellos habían sido obreros madereros en el Complejo
Panguipulli y más tarde partieron al exilio. René Bravo (25 años), Julio Riffo
(30), Próspero Guzmán (27) y Juan Ojeda (27), vivieron en Holanda; José
Monsalve (27), en Canadá; Raúl Obregón (31), en Suecia; Pedro Yáñez (31), había
nacido en Constitución y venía de Francia.
Dos de los hombres enviados a
Chile vía Neuquén (Argentina) para instalarse en la montaña -Luis Quinchalí
(38) y José Campos (30)- eran de Temuco. Quinchalí, vino de Holanda y Campos,
de Noruega. Ambos fueron detenidos por gendarmes argentinos. De la lista de
once miristas muertos en Neltume, son los únicos que no cayeron bajo la
metralla del destacamento comandado por Rosauro Martínez. Sus compañeros creen
que fueron entregados a militares chilenos. Aún están desaparecidos.
Patricio Calfuquir (28) era
originario de Pitrufquén y Miguel
Cabrera (30), jefe de todo el grupo, de Temuco. Cabrera, más conocido como
Paine, había vivido dos años en una ciudad holandesa cercana a Utrech.
El grupo partió desde París hacia
Cuba en marzo del ‘79, en varias tandas.
Allí se entrenaron con las técnicas vietnamitas para guerrilla rural.
Fueron 25, la mayoría hombres, aunque hubo algunas pocas mujeres en lo que muy
pronto se llamó Destacamento Guerrillero Toqui Lautaro. Allí forjaron el temple
y aprendieron, entre otras cosas, a cavar refugios en la tierra: los “tatús”.
La historia está contada en clave épica por algunos de los sobrevivientes en un
libro de buena prosa: Guerrilla en Neltume. Una historia de lucha y resistencia
en el sur chileno. Lo editó Lom. Y lo firma el Comité Memoria Neltume.
Algunos sobrevivientes no
suscriben todo lo que el libro cuenta. Entre otros, Elsa, la única mujer que estuvo
durante meses en la montaña y que bajó del campamento antes de que irrumpieran
los militares de media docena de divisiones armados para la guerra. Las
diferencias y matices con la historia que se ha contado están relacionadas con
la responsabilidad de los jefes miristas que orquestaron la Operación Retorno.
Y con el escaso apoyo material, político y humano que tuvieron los que se
aventuraron en Neltume.
Dos datos se repiten en los
testimonios de los escasos sobrevivientes: nunca se les permitió armarse y
tampoco se los dejó tomar contacto con los campesinos de la zona. Las dos
instrucciones perentorias fueron a la postre clave en la derrota y sirven para
comprender el nivel de debilidad con el que los guerrilleros se enfrentaron al
Ejército.
En febrero de 2007, el jefe de la
que fuera la comisión militar del MIR, Hernán Aguiló, hizo un mea culpa en La
Nación Domingo, en el que reconoce que la arriesgada apuesta militar de crear
un foco guerrillero en Neltume tuvo gravísimos costos humanos para cientos de
combatientes idealistas. “Fue un acto de voluntarismo de todos nosotros
plantear que el MIR no debía asilarse. Y Miguel Enríquez vanguardizó ese
proceso”, dijo Aguiló. El mayor error cometido, afirmó, fue “organizar el apoyo
logístico en forma de fachada sin inserción en la masas. Los errores fueron de
tal magnitud que a veces la base social de apoyo era el familiar de un detenido
desaparecido. Éste es el caso de Neltume”.
El dirigente del MIR Miguel
Enriquez
Cuando el sábado 27 de junio de
1981 una patrulla de la Compañía de Comando Nº8 del Regimiento Llancahue,
enviada por Rosauro Martínez Labbé, los descubrió cerca del Lago Quilmo, los 12
miristas que se encontraban en el campamento no tuvieron más que correr en
bandada hacia las quilas alrededor de las carpas, y escapar a punta y codo.
Solo Miguel Cabrera, y su segundo, Raúl Obregón, sabían que los fusiles FAL y
las municiones –escasas como la comida– estaban en uno de los siete tatús que
lograron construir a un día de marcha rápida, en otro rincón de la fría, nevada
y arisca montaña.
UN MUERTO EN BUSCA DE IDENTIDAD
Al inicio de esta investigación,
parecía improbable que ese hombre muerto de un tiro en la cabeza, al que los
jefes exhibían a fines de junio del ’81 cuando los soldados iban llegando a la montaña,
hubiera existido. Porque los militares demoraron 63 días hasta lograr atrapar
el 29 de agosto a dos de los miristas: René Bravo y Julio Riffo, y sólo el 13
de septiembre acribillaron al primer guerrillero. Durante ese lapso los
militares acosaron a los pobladores de la zona y los torturaron para que
revelaran el paradero de los buscados: creían que el grupo del MIR había hecho
contacto con ellos y se sostenían arriba enmontañados gracias a la ayuda de
éstos. Es probable entonces que ese muerto exhibido por los jefes a los
conscriptos haya sido un campesino al que nadie nunca reclamó y que, por esa
misma razón, no figura ni en las nóminas de víctimas del Informe Rettig ni en
las listas de detenidos desparecidos.
Al cabo de las entrevistas con
cinco soldados, nos asiste la certeza de que ese muerto no coincide con ninguno
de la lista de miristas abatidos en esa operación. Todos lo vieron. Verlo era
el bautismo para comenzar la acción del Operativo Machete. A medida que se
cotejan los testimonios de los soldados, surgen nuevas víctimas. Al contar los
caídos, sobran muertos.
El ex conscripto A tiene una
memoria poderosa: guarda detalles que sorprenden a sus dos compañeros, a
quienes llamaremos B y C. Sentado a la mesa en la casa de uno de ellos, en
Paillaco, recuerda la Casa Hilton, o Rancho Hilton, como llamaron a la base de
operaciones que se instaló en la montaña, en Remeco Alto, entre Neltume y
Liquiñe. Allí también estaba el río en cuyas frías aguas los obligaban a
bañarse en pleno invierno para mantener la moral alta. Justamente ahí estaba
apostado un día el ex conscripto A, haciendo guardia con otro soldado, entre
las tres y las cuatro de la tarde:
-Lloviznaba, hacia mucho frío, y
a la distancia vimos que traían a la rastra a un hombre, atado de las manos o
el cuello a un caballo negro. Lo amarraron a un árbol. Venía ya herido, mordido
por un perro. Solo me recuerdo su rostro de dolor y la voz de mando con la que
le ordenaban al perro pastor alemán que lo atacara.
Portada de El Rebelde alusiva al
intento guerrillero de Neltume.
El relato de A coincide con el de
otros dos conscriptos que en distintos momentos vieron al campesino que era
interrogado mientras era mordido por el perro. Otro soldado lo vio llegar al
regimiento en Valdivia. Allí habría muerto.
“El perro era de la CNI de Valdivia, le decían Casán”, dice el ex
conscripto, quien de inmediato lanza el humor campesino: “Nos reíamos de ese
perro: en las patrullas quedaba pataleando en el aire, colgando de las quilas,
ya que las cortábamos con el machete más alto que la altura de sus patas”.
Mientras el Ejército torturaba
campesinos tratando de conseguir datos para ubicar a los doce miristas que
escaparon el 27 de junio, los guerrilleros, divididos en un grupo al mando de
Miguel Cabrera y el otro al mando de Patricio Calfuquir, escapaban con un solo
objetivo: llegar a los fusiles y la poca comida que guardaban en dos tatús
acondicionados durante ese año que llevaban en la montaña.
Las primeras exploraciones del
destacamento guerrillero fueron en febrero de 1980, y los primeros campamentos
se instalaron en julio de ese año. En agosto llegó un contingente y,
finalmente, en octubre se enmontañó Cabrera, el Paine.
Los problemas habían ido en
aumento sobre todo por la dificultad para aprovisionarse de alimentos: a medida
que se internaban en la cordillera, la comida quedaba más atrás. El estómago de
los guerrilleros comenzó a achicarse. También el grosor de sus cuerpos. El
gasto de energías para moverse por esas montañas era superior al que habían
consumido en el campamento cercano a La Habana donde se entrenaron con calor
cubano. Pero ninguna privación vivida por ellos antes pudo darles la idea del
frío y el hambre que llegarían a sufrir cuando fueron descubiertos por los
militares y en tan solo un segundo perdieron el abrigo, los pertrechos, los
mapas y todos los alimentos.
Treinta y dos años más tarde, los
ex conscriptos reunidos en Paillaco también hablan de comida al recordar el
entrenamiento en la Compañía de Comandos. El primer mes conocieron ellos también
un hambre espantosa, además del carácter de cada instructor y su peso
específico al pegar con la palma abierta, con la culata del fusil o con el
puño. El día que recibieron visita por primera vez los advirtieron: apenas
podían tocar la comida que sus madres les habían preparado. Ninguno hizo caso.
Los 130 se dieron una bacanal de empanadas, de chancho, de patos y pollos de
sus propios gallineros, de calzones rotos, de mote con huesillos, de leches
asadas, de torta de milhojas. Cuando sus madres se fueron y volvieron a las
barracas, escucharon el grito de los tenientes al mando de Rosauro Martínez.
Cuerpo a tierra. Punta y codo. Abdominales. Cien. Fuerzas de brazo. Saltos de
rana. Cien. Hasta que cada uno de los conscriptos no hubo vomitado todo lo que había
comido, no pararon. Los instructores de Rosauro eran tipos duros, formados como
él en las técnicas estadounidenses con que se formaron los soldados que habían
ido a perder a Vietman. Y repetían el método.
El ex conscripto A suele soñar
con un campesino al que le tocó vigilar mientras lo torturaban:
-Un día nos encontramos a un
campesino en el sector norte de Remeco Alto, para el lado del Lago Quilmo.
Venía a caballo con un quintal de harina en el lomo. Lo tomamos prisionero con
el teniente Claudio Peppi Onetto. Se le ordenó bajar del caballo y cuando se le
pidió la identidad, uno de los apellidos concordaba con uno de los que
buscaban. Lo llevamos a Remeco, a una zona donde hay galpones. Le pasaron una
pala y le ordenaron que empezara a cavar, que si no hablaba y decía donde
estaban los otros, ahí mismo lo iban a enterrar. Él no decía nada. No sabía
nada. Era un campesino no más. Cavaba y lloraba en silencio. Nos obligaron a
darle mantequilla de maní, que venía en las raciones NA del Ejército (insumos
estadounidenses), y galletas de agua. Debía comer la mezcla y tragar rápido, y
entre su llanto y comer, se le gastaba la saliva y se ahogaba. Al hombrecito al
final se lo llevaron y ya no supimos lo que pasó con el.
EL FRIO QUE AMPUTA
Faltaban días y noches de frío y
hambre para el final. Las muertes se sucederían sin pausa después del 29 de
agosto. Dos mil hombres entrenados para la guerra –la Compañía de Comando de
Martínez Labbé, los de la Unidad Anti Terrorista (UAT) conducida por el capitán
Conrado García (procesado por tres de los homicidios de Neltume), los del
Regimiento Cazadores, los del Maturana, los de la Brigada Azul de la CNI
(creada especialmente para eliminar al MIR)– no habían podido a lo largo de 63
días ni siquiera herir a uno de los doce guerrilleros. La montaña se los había
tragado.
Si los guerrilleros no hubieran
persistido en su aventura, si no hubieran creído que aún deshechos y
debilitados como estaban podrían conseguir ayuda de sus jefes en Santiago para
resistir, habrían podido volver caminando a la Argentina, o se hubieran ido
desplazando de a poco hacia “el llano”, como le dicen allá arriba a la tierra
menos escarpada que desciende hacia Panguipulli, Temuco y Valdivia.
Perdidos en dos patrullas, los
del Toqui Lautaro se lograron reunir finalmente en uno de los refugios 42 días
después de que los descubrieran. Habían podido hacerse de los fusiles que Paine
guardaba en un tatú, pero en las reservas había apenas un par de kilos de
arroz, una bolsa de porotos y algo de leche en polvo. Comieron durante semanas
una especie de sopa en la que a cada uno le tocaban diez porotos. Y luego, como
postre, una cucharadita de azúcar. El hambre los adelgazó hasta los huesos y
les quitó las defensas; se enfermaron. El frío gangrenó un pie de Pedro Yáñez
hasta que hubo que amputárselo con una cortaplumas. A varios los comenzó a
devorar el “pie de trinchera”: una infección que viene con las bajas
temperaturas y ataca los dedos. En la bota de Yáñez, que supuraba a cada paso,
los demás veían su propio destino. Todos los sobrevivientes coinciden: ni en el
más doloroso de los momentos hubo quejas.
A fines de agosto se decidieron:
cinco de ellos debían bajar a buscar ayuda. Se dividieron en dos grupos: tres
por un lado, y Riffo y Bravo por otro. Mientras el trío logró sortear los
pueblos y llegar a Temuco, los otros dos avanzaron sin problemas hasta
Huellalhue, un paraje antes de Lanco. El hambre los empujó hacia el enemigo.
Pidieron comida en una casa de campo. Los lugareños los ayudaron. Les
recomendaron un rincón cercano para descansar. También les avisaron a los
carabineros. Sólo tenían una pistola con un cargador. No llegaron a usarla.
Detenidos fueron llevados a Lanco y luego a Valdivia. Dos soldados aseguran
haberlos visto allí, porque debieron custodiarlos cuando los encerraron en unas
piezas. Después, vieron cuando se los llevaron en un helicóptero.
Museo de Neltume.
–Nadie duda de que fueron
trasladados por la CNI a Santiago para ser torturados. Es casi lo único de lo
que no tenemos pruebas. Pero un mirista que fue luego interrogado por los
mismos torturadores contó que a él le decían que había hablado muy pronto, no
como sus compañeros de Neltume a los que tuvieron que darles duro muchos días
hasta que los quebraron –cuenta una fuente que conoce bien la trama de esta
historia.
No es necesario detallar la
crueldad de los interrogatorios de la CNI. Los jóvenes Riffo y Bravo conocieron
todos los matices del dolor. Y en esas condiciones fueron llevados de regreso a
Neltume para guiar los pasos de los que buscaban a sus compañeros que allá
esperaban por ayuda. Los militares sabían que sin tortura no había chance de
llegar al resto. El fracaso de su acción militar masiva era impresentable ante
el alto mando del Ejército. A tal punto la detención de Bravo y Riffo cambió
las cosas, que la Operación Contraguerrillera Machete terminó el 29 de agosto.
Y entonces comenzó la Operación Pilmayquén.
LA CNI EN LA CACERÍA
En la causa que investiga Emma
Díaz, la ministra en visita extraordinaria de la Corte de Apelaciones de
Valdivia (Rol 1675-2003), se acumulan los testimonios de algunos militares que
participaron del operativo. Al menos tres admiten lo mismo que asegura el
conscripto E, sólo que omiten datos:
–Nos llevaron a unas cabañas de
las Termas de Liquiñe. Ahí estábamos una patrulla de la Compañía de Comandos
–al mando de Mosquetón (Rosauro Martínez)– con la CNI. Y ahí tenían a dos
hombres jóvenes. A esos dos cabros los sacaban a buscar a sus compañeros a la
montaña –contó a CIPER el ex conscripto E.
A ese testimonio se suma el del
ex conscripto D, entrevistado en La Unión hace dos años: “En septiembre, a los
dos los tuvieron varios días caminando por la montaña para que se encontraran
con sus compañeros guerrilleros. A uno lo ataban con un lazo a la cintura y lo largaban
varios metros adelante. Así fue como terminó encontrando a los otros y uno de
ellos salió muerto”.
Lo que vino es uno de los pasajes
más difíciles de reconstituir de esta historia. El 13 de septiembre uno de los
jóvenes en manos de Mosquetón y la CNI no pudo evitar el encuentro con sus
compañeros, los mismos que habían decidido varias semanas antes que ellos dos y
otro grupo de tres partirían hacia el llano a buscar ayuda. Los que quedaban en
la montaña, desesperados por el hambre y la enfermedad, esperaban la ayuda de
la dirección del MIR. El joven guerrillero silbó el canto de un pájaro austral
tal como estaba acordado. Los demás le salieron al encuentro. Y la balacera
comenzó. Los fusiles y las ametralladoras del Ejército dispararon. Los del MIR eran
dos: respondieron, pero sobre todo intentaron escapar. La superioridad de
fuerza de los militares era total. Aún así la emboscada no fue exitosa: sólo le
dieron a uno. Allí mataron a Raúl Obregón Torres.
El resto del destacamento mirista
siguió avanzando. Pedro Yáñez Palacios ya no quiso seguir: la amputación no le
había frenado la infección. Bajo el tronco de un árbol que hacía de escondite,
se quedó con un fusil FAL y un cargador. Pasó allí varios días. Al final
desvariaba de dolor. Lo escuchó una patrulla que conducía el teniente Mario de
Toro Gallardo. El ex conscripto E, el mismo que conoció desde el inicio el
rigor de Toro Gallardo, cuenta que fue ese teniente el que casi lo seccionó con
su ametralladora. Con Yáñez, ya eran dos los abatidos.
De Toro es otro de los jefes
militares que, como a Rosauro Martínez, los soldados no han podido olvidar. No
solo por esa ráfaga que casi partió en dos el cuerpo ya desmembrado de Yáñez.
Casado con una ex reina de Valdivia, su porte imponente, su pelo rubio y sus grandes
ojos verdes que miraban fijo al frente, impactaban menos que las cicatrices que
exhibía en sus manos y que hasta hoy causan escalofríos en los ex conscriptos.
Un accidente en moto, uno de sus hobby favoritos, estaba en el origen y no las
ocultaba. Sabía el efecto que causaba con sus grandes manos en los soldados a
quienes comandaba, como también sus exuberantes bíceps.
–Parecía un actor de cine. Esa
fue la impresión que nos dejó cuando nos vino a reclutar a La Unión. Era
impresionante verlo dar órdenes ese primer día que nos recibió en el gimnasio.
Mi última imagen de él es dando ordenes en una de las últimas semanas que
estuve en la cordillera. Fue en un campamento cerca de Choshuenco. Era bien
loco pero debo decir que al soldado lo miraba con cierta humanidad. Era loco,
como Bruce Willis en Duro de matar… –dice otro de los ex conscriptos.
ROSAURO Y EL BAQUEANO
Cuando Pedro Yáñez fue asesinado,
el capitán Rosauro Martínez seguía todo el desarrollo de la operación desde la
casa del baqueano que los guiaba por la montaña: Juan de Dios Peña, un hombre
ya mayor al que los militares le decían Tata. Entrevistado por María José
Flores, profesora de Historia de la Universidad de Los Lagos, autora de una
tesis de lo ocurrido en Neltume, su hijo, Israel Enrique Peña Patiño, recordó
al entonces joven Rosauro Martínez:
–El capitán Martínez era el que
mandaba. Por el hecho de que mi papá trabajara con ellos había una protección
especial sobre nosotros, nos cuidaban en la noche.
Israel Peña estaba en primero
básico y sabe que era primavera porque los incidentes fueron después de la
última nevada de ese año. Martínez pasaba mucho tiempo en su casa a la espera
de que sus hombres dieran con los guerrilleros. En agradecimiento, el propio
Martínez visitó al Tata Peña un año después y le llevó de regalo una fotografía
en la que se ve al baqueano rodeado de soldados marchar por la montaña. Así
recuerda ese momento: “El capitán se encargó de tomar la foto y de regalársela
a mi papá. Le dijo: ‘Tata, aquí le
traigo un recuerdo para que nunca se olvide de su trabajo en Neltume’”.
En esa visita, Martínez le
ofreció al baqueano una casa amoblada, una jubilación y estudio para su hijo,
el niño al que le había enseñado a leer. Pero Juan de Dios Peña no quiso. “No
aceptó, porque ser guía tampoco fue algo que él hizo de buena voluntad, sino
que fue ‘voluntariamente obligado’, como mi papá solía decir”, relató su hijo.
Durante seis periodos Rosauro
Martínez ha sido diputado por RN.
Israel Peña también recuerda que
en septiembre del ‘81, cuando algunas nevadas todavía blanqueaban la cima de la
montaña, su padre llegó a la casa y contó que habían matado a tres en Remeco,
en la casa de doña Floridema Jaramillo. La mujer era la madrina de José Eugenio
Monsalve Sandoval. José, nacido en Neltume, escapaba del cerco militar junto a
Patricio Calfuquir Henríquez y Próspero del Carmen Guzmán Torres. Los empujaba
la inanición. Calfuquir tenía los pies infectados, volaba de fiebre.
Acorralados, decidieron quebrar con el mandato de las jefaturas del MIR: no
tomar contacto con lugareños. Doña “Flora” había visto crecer a José, era su
madrina, la comadre de su mamá: tenía que ayudarlo. Les abrió la puerta, les
hizo sopaipillas y hasta le prestó la cama al enfermo. Pero muerta de miedo
–dijo luego–, hizo lo que el capitán Martínez le pidió a todos los campesinos:
avisar si veían a los buscados. Mandó a su hijo, Juan Carlos, de 15 años, a
alertar a los carabineros. Los pacos pasaron a avisarle al capitán Martínez,
quien fue el primero en llegar a la casa.
En la causa en la que los
abogados Magdalena Garcés y Vladimir Riesco pidieron el desafuero del diputado
Rosauro Martínez, es clave esta escena ocurrida hace 32 años. Los querellantes
son las familias de los tres jóvenes miristas: acusan al diputado por homicidio
calificado agravado por premeditación y alevosía. Las pruebas, según los
abogados, dejan claro que Martínez Labbé encabezó una operación comando no para
detener a los miristas, sino para asesinarlos. Lo que hizo con una
“superioridad de fuerzas abrumadora”. Y que, como era imposible que las
víctimas se defendieran con algún éxito, se “actuó sobre seguro”. De hecho, en
esa operación ningún militar o soldado resultó rasguñado por un tiro de FAL
mirista. Las únicas bajas fueron un conscripto muerto por una ráfaga que se le
escapó a un oficial, y un sargento que se suicidó.
Uno de los testigos que inculpa a
Martínez Labbé es el sargento de Carabineros Alfonso Rosas, jefe del
Destacamento Neltume. En su declaración cuenta que cuando llegó a la casa de la
madrina de José, el capitán habló con Flora. La mujer le informó que los
guerrilleros estaban durmiendo. Martínez ordenó cercar el lugar. Alfonso Rosas
se quedó en la parte de atrás de la casa. Martínez la rodeó por el cerro para
apostarse en el frente. Y allí se quedaron, a la espera de más de 30 hombres de
la Compañía de Comandos Llancahue. Entonces atacaron.
En La Unión viven dos conscriptos
que participaron de esa operación. Cuando los contactamos, se negaron a hablar.
Pero la memoria tiene otros dueños. Los conscriptos entrevistados por CIPER
recuerdan: “A Martínez Labbé no solamente lo vieron que mandaba, él también
disparó. Todos se acuerdan clarito, porque cuando quiso disparar su
ametralladora, se le trabó. Entonces, la tiró a un lado y le quitó la que
llevaba el soldado que andaba con él, Inostroza, y salió la balacera”, relata
el ex conscripto B.
Inostroza existe. Se llama
Eduardo Alberto Inostroza Reyes y era cabo 1º de la Compañía de Comandos. En su
declaración judicial, el cabo deja caer: “De la casa salió un joven que fue
impactado por alguno de la patrulla de llegada. Por una ventana salió otro que
logró escapar aunque le dispararon al parecer en la espalda”. Inostroza da
cuenta así del final de Calfuquir, que muere habiendo gastado el cargador de su
FAL. La autopsia indicó cráneo estallado. La de Próspero Guzmán, el joven que
salió por el frontis de la casa, indica que recibió 28 balazos de
subametralladora y su cráneo también deshecho.
El ahijado de Flora, José
Monsalve, escapó herido por la montaña hasta que ya no pudo avanzar más. Quedó
tirado en una quebrada. La declaración de Inostroza coincide con la de Juan
Carlos, el joven que corrió a avisarles a los carabineros de la presencia de
los guerrilleros. Juan Carlos declaró lo que el capitán Rosauro Martínez le
dijo a su madre: “Señora, le vamos a destruir su casa, pero se la vamos a
devolver”. Inmediatamente después, “el capitán dio la orden de fuego”. Juan
Carlos también recordó cómo murió José Monsalve, a quien vio arrastrarse herido
hasta la quebrada:
–Los militares le dispararon y lo
mataron ahí mismo, a una distancia de cinco metros más o menos. Él estaba
enrollado bajo unos coligües y no tenía el fusil en sus manos pues éste estaba
a unos cinco metros al lado de una mata de chilcos. No le dijeron que se
rindiera porque la persona estaba enrollada debajo de los coligües, herido,
como escondido, y no disparó contra los militares.
EL CUARTEL DE LAS TERMAS DE
LIQUIÑE
El ex conscripto D también tiene
pesadillas en la montaña. Con la marca de los años en el rostro y en la
memoria, acepta contar la historia sentado en su auto. La larga de un tirón. Es
como si hubiera estado allí esperando a que alguien le preguntara: “El jefe nos
dijo: soldados, es feo matarse entre chilenos, pero hay que hacerlo porque
estos tipos no pueden quedar vivos”. La frase fue lanzada el 21 de septiembre
del ‘81. Eran los últimos muertos de una semana que había comenzado el 13 con
la de Raúl Obregón en la emboscada; y continuó con la masacre en la casa de
Flora Jaramillo. Durante varios días el soldado D y al menos tres militares que
declararon ante la justicia, vieron a Julio Riffo y René Bravo cautivos de los
hombres de Rosauro Martínez y de la CNI: dormían en las cabañas de las Termas
de Liquiñe, usadas como campamento militar. Los detenidos eran conducidos, dice
el soldado, por Arturo Sanhuesa Ros, uno de los tenientes de Martínez Labbé.
–¿Dónde los vio?
–A esos tres los anduvieron
trayendo por toda la montaña. Los llevaban para arriba, había un caminito, como
una huella, y ahí los echaban correr p’ allá con un lazo de 20 metros, buscando
a sus amigos. Les pedían que buscaran a sus amigos para que hagan contacto.
-¿Quién era el jefe?
-Sanhueza. El teniente Sanhueza
Ros.
Pasaron 32 años. La vida después
de la Operación Pilmaiquén continuó también para los militares. Rosauro
Martínez ha sido quien ha tenido más éxito, al punto de ser un honorable
diputado en los últimos veinte años. Mario de Toro Gallardo siguió ascendiendo
en el Ejército sin ser interpelado. En 2002 aún se encontraba allí como
comandante del Regimiento Cazadores (Regimiento de Caballería Blindada Nº2).
Sanhueza Ros fue premiado por su actuación en la montaña con un ascenso y
siguió su camino en la CNI. Se convirtió en El Huiro, jefe de la Brigada Azul
de la CNI, cuya tarea principal era eliminar al MIR. Fue procesado como uno de
los asesinos del periodista de la revista Análisis, José Carrasco Tapia y por
los crímenes de la Operación Albania, entre otros.
El ex conscripto D recuerda el
frío de ese septiembre de 1981. La nieve que lo cubría todo en ese paraje
cercano a Liquiñe. Estaba junto a otros dos conscriptos de la Compañía de
Comandos al mando de Martínez Labbé, cuando llegó una camioneta Toyota de la
que bajaron a tres hombres. “Nosotros conversamos con uno de ellos y le
preguntamos por qué andaba cojeando. Nos dijo que tenía congelamiento en los
pies, en el dedo gordo… pero ese dedo ya había desaparecido. Eran tres los
prisioneros, dos eran guerrilleros y el tercero era un campesino que decía y
repetía que él les había dado remedios no más”.
Todo indica que los dos
guerrilleros eran Riffo y Bravo. Pero no hay ninguna pista, ningún indicio
sobre la identidad del tercer hombre, el campesino. Es otro muerto que sobra.
Un muerto que no figura en ninguna lista de víctimas de la dictadura.
-¿En qué lugar los fusilaron?
-Ahí, en Liquiñe, como cinco
kilómetros p’ atrás. Fue ahí en un acantilado. Es un camino precordillerano,
una huella no más. A ellos los bajaron de la Toyota grande con su cruz al
hombro. Fue igual que en esas películas en las que se ve a Jesucristo caminando
al calvario. Tal cual. Eran unas cruces de guaye, las que les amarraron al
cuerpo con alambre. Se las amarraron de acá (señala la muñeca de un lado y hace
el gesto de amarrar en la otra muñeca).
“Es feo matarse entre chilenos.
¡Ustedes no han visto nada!”, les dijo el jefe de la operación, el oficial
Molina de la CNI. Los conscriptos escucharon los disparos y entonces, les tocó
el trabajo de enterrarlos. “Ahí los sacamos de la cruz y los envolvimos en
polietileno. Yo tenía mucho miedo”.
-¿A qué le tenía miedo?
-¡A qué va a ser p’oh!: ¡A los
muertos! Tuvimos que esperar a que los vinieran a buscar. Día y noche tuvimos
que estar con ellos muertos. Los tuvieron enterrados en la nieve ahí una semana
antes de que se los llevaran en un helicóptero.
Fuente: ciperchile.cl
Nota: Colaboró en esta investigación, Daniela
Belmar